"Primer premio: una novela inédita de Alfonso Vila Francés"

"Primer premio: una obra inédita de Alfonso Vila Francés"

Capitulo primero

Puse la tele a mediodía y estaban haciendo uno de esos asquerosos documentales de animales. La apagué. Leí un rato. Escribí. A la hora de cenar volví a poner la tele y estaban haciendo uno de esos asquerosos resúmenes de fin de año. Faltaban tres días para Nochevieja y todos los programadores de televisión estaban empeñados en recordarnos todas las desgracias acontecidas en el último año. Me vestí y salí a la calle. No se cómo acabé en el restaurante donde trabajaba Laura, la amiga de mi sobrina. Entré a cenar. No sabía si estaría ella pero nada más entrar la vi y me vio. Me senté lejos de la barra y pedí la cena.

Cené bien. Y bebí muy bien. Buen vino. Me subió a la cabeza y empecé a decir tonterías. Había muy pocos clientes. Hacía mucho frío. Y viento. Era un día que no apetecía salir. La gente se estaba reservando para la fiesta de nochevieja. Como el restaurante estaba medio vacío ella podía venir a hablar conmigo o podía entretenerse mientras recogía o traía mis platos. La cuestión es que, no se cómo, yo no soy tan directo, menos las primeras veces, acabé metiéndole mano. En realidad lo único que hice fue posar sutilmente, todo lo sutilmente que mi torpeza natural y mi estado semietílico me permitió, mi mano en su pierna y acariciar su fina y agradable media negra. Luego subí un poco más, hasta donde mi mano se perdía debajo de su falda negra lisa y ajustada, su sensual falda de camarera, y ella respondió juntando sus muslos y atrapando mi mano entre la calidez y la blandura de su carne, un lugar estupendo donde dejar descansando la mano, desde luego, pero mi excitación me impelía a ir más arriba y así se lo dije.

–No seas tonto. Aquí no puedo –me reprochó ella, con una sonrisa en los labios que me pareció la más maravillosa promesa del paraíso. Y sin embargo, estúpidamente, cuando salí del restaurante me fui a casa. No la esperé en la calle, tal como ella pensó que iba a hacer y tal como yo había insinuado que iba a hacer. Podía intentar explicar mi conducta, pero no me molestaré en hacerlo. Mi conducta es inexplicable. De pronto me vi reflejado en un escaparate. Me vi a mí mismo tal y como soy, con mis canas, con mi barba descuidada, con mis ropas anodinas, con mi calvicie incipiente, con mis arrugas, con mi baja estatura, con mi tripa fofa, con mi débil y fea fisonomía, y me dije “¿dónde vas capullo?, en fin, lo que me digo siempre. Y comprendí que ella había aceptado mi juego por compasión, o por aburrimiento, o por lo que fuera, pero que lo mejor que podía hacer era irme mi casa a dormir la mona, o que también podía hacer lo contrario, buscar un bar cualquiera y acodarme en la barra, dispuesto a emborracharme del todo, pero que lo que no podía hacer era perseguir jovencitas, pues esa era una manera de hacer el ridículo que ya había practicado demasiadas veces en el pasado y que, por el poco amor propio que aún me quedaba, no debía seguir practicando en el futuro.

Estaba ya durmiendo cuando sonó el timbre. Era el timbre de la calle, el del telefonillo. Me desperté asustado y dudé en salir de la cama. A veces hay idiotas que se divierten haciendo sonar los timbres a altas horas de la noche. Sin embargo los idiotas no vuelven a llamar después de dos minutos. Se van a otras fincas. No insisten.

–¿Sí? ¿Quién llama? – pregunte, incrédulo.

Cual sería mi sorpresa, mejor dicho, mi estupor, al escuchar una voz femenina que decía claramente:

–Soy Laura. ¿Me abres?

Aquello era algo extraordinario. Algo tan extraordinario como un meteorito en Central Park, un meteorito que cae en medio del parque, hace un cráter enorme y no mata a nadie. Ni tira ningún edificio. Eso no puede pasar, dirán ustedes, y sí, tendrán razón. Eso no puede pasar. Pero que Laura viniera a buscarme a media noche, después de haberla dejado plantada a la salida del restaurante tampoco podía estar pasando. Aquello tenía que ser un sueño.

Pero, por supuesto, no era un sueño. Esperé impaciente y asustado a que ella subiera en el ascensor. Pensé en vestirme (llevaba un pijama nada atractivo, un pijama viejo pero cómodo, muy grueso y caliente como deben ser los pijamas de invierno), pero no tenía tiempo material para vestirme, ni tampoco sabía qué ropa debía ponerme para recibir a una mujer que tiene veinte años menos que tú y que puede venir dispuesta a cualquier cosa, a darte una bofetada, a acostarse contigo sin decir un palabra o a ambas cosas. Era un misterio. ¿Qué venía a hacer? No sabía la respuesta, ni tampoco tenía tiempo material para buscarla.

Laura se precipitó en mi casa tras un simple “hola”. Atravesó en tromba el pasillo sin pararse a mirar ni las fotos ni los cuadros y fue directa al comedor. Se dejó caer en el sofá y preguntó:

–¿Estabas durmiendo?

Me pareció que era inútil decir otra cosa que no fuera la verdad y contesté que sí, que estaba durmiendo. También le hice ver que no la esperaba…

–¿Pero te alegras de verme, verdad? –interrumpió ella, acompañando sus palabras con una sonrisa llena de ironía.

Sentí un fuerte impulso de abalanzarme sobre ella, pero mi excitación y mi embriaguez habían desaparecido totalmente. Mi cuerpo deseaba volver a la cama para continuar durmiendo y mi mente aún no sabía cómo debía afrontar la situación. Ella debió advertir mi aturdimiento, pero lo cierto es que no hizo nada por sacarme de ese estado. Al contrario, lo empeoró. Me pidió un vaso de agua (sólo agua, aunque yo quise ofrecerle otras bebidas) y empezó, sin que yo le hubiera dado pie a ello, a hablar de su vida sentimental.

Me dejé caer en mi sillón, abatido, abatido y sin molestarme demasiado en disimular mi postración, y me dispuse a aguantar buenamente sus desahogos, pensado que aquella iba a ser toda la naturaleza presente y futura de nuestras relaciones. Como tantas veces antes y como con tantas otras mujeres, yo acababa o empezaba por ser su confesor, su asistente personal, su maestro en las complejas y abstractas cuestiones sentimentales (siempre en un plano teórico) y eso era a todo lo que podía aspirar, al menos a todo lo que podía aspirar con ellas… En fin, es lo que tiene ser “un escritor con gran éxito entre el público femenino”, me dije, parafraseando la broma de mi amigo Antonio Menéndez.

–Me cago en mi éxito como escritor –recuerdo que le dije yo entonces, aquella noche en su casa en la que él me soltó la frasecita por primera vez–. Los escritores también follan, ¿no?

Mi buen amigo se rió con esa risa suya tan potente y luego dijo:

–No. ¡Qué va! Si follaran no escribirían…

Y aquella frase (y mi enfado) resultaron una maldición. Desde entonces (y de eso ya habían pasado dos años) ni había escrito nada que mereciera la pena ni había echado un polvo decente.
Pero volvamos a aquella noche, que es lo que importa ahora. Laura me dijo que había cortado con un novio con el que, por lo visto, ya llevaba tanto tiempo que todos pensaban que la cosa iba a acabar en una boda. Y luego había conocido a un chico francés y se había enrollado con él en una fiesta pero luego el chico francés se había vuelto a Francia y ella había vuelto con su novio de toda la vida y luego el chico francés había vuelto inesperadamente de Francia y habían estado en un hotel follando durante una semana entera y luego el chico francés se había vuelto a marchar a Francia y ella no quería volver con su novio aunque su novio la esperaba y la buscaba y ella esperaba que el chico francés la llamara desde Francia, tal y como había prometido hacer, pero no quería que la llamara porque si le decía que quería que ella se fuera a Francia con él (por poner un ejemplo, podía decirle eso o no), entonces ella tendría que despedirse de su trabajo de camarera (que no era nada del otro mundo) y tendría que decidir si se iba a Francia o si volvía con su antiguo y no querido ya novio o si hacía cualquier otra cosa. Y entonces, llegados a este punto, me preguntó lo que me preguntan todas. “¿Qué le recomendaba yo?”. 

Y yo que ya estaba medio dormido y que notaba como mi polla empezaba a despertarse (mi polla siempre acostumbra a ir al revés que el resto de mi cuerpo), le contesté, con una sonrisa en los labios, eso sí, procurando que no se tomara en serio mis palabras, que lo que tenía que hacer era pasar de esos dos idiotas y quedarse conmigo, pues sólo un hombre de mi edad iba a pedirle tan pocas cosas y darle tantas a cambio como estaba dispuesto a hacer yo. Y, curiosamente, aunque, ya digo, lo dije sonriendo y procurando que ella se lo tomara a broma, curiosamente esa vez (y nunca antes ni nunca después ha vuelto a pasarme) ella me hizo caso. Curiosamente ella entendió que yo estaba hablando terriblemente en serio y no sólo no se hizo la sorda (que era lo normal), ni trató de buscar una salida discreta, unas palabras humillantes que no parecieran tan humillantes (eso también era bastante común), sino que hizo algo totalmente extraordinario, tan extraordinario como un meteorito en pleno Central Park: se movió lentamente desde su sofá hasta mi sillón, se sentó sobre mí, dejó que su culo y sus muslos se apoyaran directamente sobre mi pantalón del pijama, me rodeó con sus brazos y no se molestó al notar mi pene presionado sobre su falda, y luego, ante mi estupor, ante mi incapacidad palpable de reaccionar adecuadamente a la situación (mi polla aparte, claro esta…), me miró riéndose y murmuró:




ALFONSO VILA FRANCÉS
Nacío en 1970 en Valencia, donde actualmente reside. Ha vivido en Orihuela, Madrid, Bruselas y Debrecen (Hungría). Ha trabajado como monitor de tiempo libre, bibliotecario, archivero y profesor de secundaria (Ciencias sociales). Ha escrito en muchas revistas, como por ejemplo: “Cuadernos del matemático”, “Hojas Iconoclastas”, “Calicanto”, “El vendedor de pararrayos”, “Cuadernos del lazarillo”, “Alhucema”, “Rio Agra”, “Factorum” “Groenlandia”, “Agora”, “Acantilados de papel”, “La bolsa de Pipas”, “Fábula”, “El coloquio de los perros”, “La ira de Mofeo”, y “Jot Down” . También gano algunos premios (entre ellos “Miguel de Cervantes”, “Jaume Roig”, “Vila de Canals”, “Diputación de Castellón”, Ciudad de Getafe”, “cortes Valencianas”, “Marco Fabio Quintiliano” y “Mariano Roldán”) . Entre sus publicaciones se incluyen libros de poesía y de relatos. También novelas y ensayo.



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